Este último invierno he cumplido 42 años y llevo ejerciendo la docencia en una universidad pública desde los 23, en distintas etapas. Sé bien lo que implica justificar cada céntimo de euro gastado con cargo al dinero público, como debe ser. Por mis manos han pasado cientos de estudiantes de carreras de Humanidades. Debo de ser de las pocas profesoras que aprovechando mi formación bibliotecaria, intento inculcar a mi alumnado la importancia de esforzarse, de redactar bien, de elegir la información que se usa y de no cometer plagio. Incluso al de primer curso. Una sentencia judicial ha conseguido que me replantee si estoy haciendo lo que debo en mi trabajo.
Hace escasos días conocíamos la resolución del llamado Caso Máster, en el que Cristina Cifuentes, expresidenta de la Comunidad de Madrid y licenciada en Derecho, se enfrentaba a tres años y tres meses de prisión por un delito de falsedad documental al intentar probar mediante un acta falsa que había presentado su TFM para obtener un Master en la Universidad Rey Juan Carlos que no había usado nunca, según confesó ella misma. La sentencia es sorprendente: absuelve a Cifuentes pero condena a M.T. Feito y a C. Rosado, autoras materiales del hecho delictivo del que Cifuentes era beneficiaria directa [texto completo disponible aquí]. Es decir, sienta un precedente según el cual puede cometerse fraude académico sin consecuencias. Esto me suscita al menos tres preguntas de difícil respuesta.

1. ¿Puede cometerse un delito de esta magnitud sin coacción?
La peregrina resolución de este caso viene a decir que tanto Feito (asesora del gobierno regional que presionó para que le consiguieran un acta probatoria a cualquier precio), como Rosado (profesora en la URJC que admitió haber creado ex profeso el documento y falsificado las firmas que constaban en él) cometieron un delito del que Cifuentes nada supo. Comprometieron su carrera y su integridad por algo que no les reportaba ninguna compensación para sí mismas. Esta conclusión contrasta con el relato de los hechos que la fiscal Pilar Santos presentó durante el juicio: “Ella [Cifuentes] sabía que las consecuencias [del fraude en el TFM] podían ser nefastas. La única, primera y la última beneficiaria de esa acta era ella y su carrera política. Y, tan pronto como tuvo esa acta y su expediente, procedió a exhibirla [pese a que la expolítica nunca había pasado el trámite preceptivo de la defensa oral]. “Utilizó un documento oficial que sabía que no respondía a la realidad y lo introdujo en el tráfico jurídico. Lo dirigió a miles de ciudadanos”. [Comillas recogidas en: La Fiscalía carga contra Cifuentes. El País, 05/02/2021]. La sentencia resulta increíble en literal sentido de la palabra, ya que los comportamientos de Feito y Rosado estaban orientados al mismo fin: conseguir un acta que demostrase que Cifuentes había defendido su TFM, cosa que no se ha podido probar que ocurriera. [Resulta clarificador el artículo de Ignacio Escolar ¿A quién beneficiaba el delito del que Cifuentes ha sido absuelta? El Diario, 15/02/2021].
2. ¿Hasta donde llega la trama corrupta de la URJC?
Si bien el caso tuvo interés mediático por el perfil político de Cifuentes, lo cierto es que tras él había una trama corrupta manejada por el catedrático Enrique Álvarez Conde, que desde el Instituto de Derecho Público obraba con una independencia propia de una empresa lucrativa al amparo de una universidad pública. Parece claro que las personas beneficiarias de sus prebendas (Cifuentes, Casado, Montón) ostentaban relevantes cargos políticos, lo cual les eximía de asistencia y exámenes. Algo que no sucedía con otros estudiantes de perfil estándar y cuyas declaraciones dieron la clave para probar que los “ilustres” nunca fueron vistos en las aulas de la URJC ni entregaron trabajos de las materias. La muerte de Álvarez Conde por enfermedad en 2019 impidió que llegara a juicio, pero no ha disipado la oscura sombra que planea sobre la universidad madrileña. ¿Cuántos Másteres repartió? ¿A cambio de qué? ¿Por qué la URJC nunca hizo una inspección? Es vergonzoso y profundamente injusto para quienes estudian en ella ver manchada su reputación por semejante tinglado, más propio del hampa que de la educación superior.
3. ¿Qué enseña este caso a miles de estudiantes universitarios?
He dejado para el final la pregunta que pone bajo sospecha injustificada la labor de muchos y muchas docentes que sí hacemos las cosas bien. La juventud que hoy pisa ilusionada mi aula ha nacido entre 2000 y 2002, se ha criado con Internet y no concibe tomar apuntes a mano. Con sentencias como esta, resulta hasta lógico que aspire a ser youtuber con domicilio fiscal en Andorra antes que a ejercer su profesión por un sueldo ¿digno? tras estudiar durante años. Es frustrante y descorazonador para todos los involucrados en el proceso de enseñar. ¿Tiene algún sentido seguir peleando para que los chicos y chicas aprendan a pensar, para que desarrollen la empatía, pedirles que se esfuercen? Aunque la justicia y el día a día nos lo ponen muy difícil, yo quiero seguir creyendo que sí. Porque sin Humanidades no hay humanos, solo seres que consumen. Y esta es la grandeza de la educación: convertir en personas a quienes no son más que promesas. Se lo debemos, con pandemia y sin ella. Desde mi aula y desde este rinconcito web llamado Docendo Discitur seguiré contribuyendo a que así sea.
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